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Guamuhaya

LOS ARGONAUTAS DE LA FLORESTA

_Un cedro con más de cien años...

 

El diálogo pudo ocurrir en la esquina mañanera de cualquier asentamiento escambradeño y se remonta a los primeros días de 1990. Sirve de punto de partida a los avatares del hombre que borró de su fuero interno la palabra imposible.

_Dentro de la vida to’ tiene solución. En Loma de Villalonga yo tengo un cedro con más de 100 años. Búscalo y... te lo llevas, si puedes...

Enrique Chávez, buen cultivador de refranes o dichos, más allá del humo del tabaco criollo dejaba entrever su risita pícara, que decía bastante de tropiezos y dificultades; y es que los montañeses amoldan la gramática a lo que quieren que digan las palabras.

También, por aislamiento, realizan faenas que no terminan nunca y el poco tiempo que les queda lo dedican a hacer los hijos. Como anfitriones ofrecen comida y albergue al que viene no importa de dónde, y agua de la tinaja esperando con el jarro lleno.

Sabe el guajiro de la montaña, por intuición, sobre los secretos del alma. Puede con facilidad reconocer al cojo sentado y al calvo con sombrero, diferenciar el bueno entre los malos, separar al honesto del tramposo y encontrar al individuo obstinado o luchador, capaz de ejecutar tareas que otros creen quimeras.

Para Tomasito, tal ofrecimiento ya era cuestión de honor, de vida o muerte, una obsesión. La adversidad había sido su eterna compañera, desde la infancia poco feliz en Loma de los Caballos o la Calle Nueva, de Cumanayagua.

En ese mismo instante desfilaron por su pensamiento, cual salón cinematográfico, los momentos de hacer sus propios juguetes y aprender los oficios de albañil y carpintero bajo el arbitrio de dos austeras maestras: la observación y los golpes.

Intacto conservaba el ímpetu de los años juveniles, aunque el paso sigiloso del tiempo le imponía, a este médico veterinario por las circunstancias, una carga próxima a los 50 años. La advertencia del hombre de campo dejó trunca esta última meditación:

_Oiga, vaya prepara’o pa’ todo, que allá arriba hay que estar arma’o. Los perros jíbaros están a patá’ y... majases también.

El “regalo” de Enrique, dueño de la finca Villalonga en *Hoyo de Macagual, se trocaba en el enfrentamiento hombre-naturaleza.

_Está bien -respondió Tomás, cumanayagüense de nacimiento, y agregó:

_Yo voy a buscar ese palo y si lo encuentro lo tumbo; y si lo tumbo lo arrastro; y si lo arrastro lo traigo hasta Cumanayagua, aunque tenga que dejar los sesos en el camino.

        Las pupilas de Tomasito refulgían como el relámpago y así el guajiro corroboró que hablaba a alguien capaz de bajar estrellas, si se lo proponía; y que -por el contrario de cualquiera- sentiría más y más satisfacción a medida que las dificultades fueran apareciendo.

Enrique Chávez retiró el tabaco y tras aparatoso escupitajo, acuñó a manera de colofón:

_Pues ahí está, yo te conozco de chico; te lo doy, es tuyo, puedes buscarlo cuando te dé la gana, a ver si de verdad tú eres tan arresta’o...

_Arrestado no, Enrique, necesitado. Yo saco ese palo del monte...

      En una de esas mañanas muy frescas, con el lucero del alba anunciando día despejado, de sol fuerte, Enrique Chávez recibió a Tomás. Este, sin mediar protocolo presentó a otro guajiro, en lo adelante compañero de interminables jornadas. Transcurrieron minutos de conversación en disímiles temas, saborear el café y confrontar conocimientos sobre el campo. Tomás iba de un lado para otro, deseoso de entrar en acción, hasta que interrumpe el palique:

_Roberto, coge el machete y vamos, que andando se quita el frío.

Enrique sirvió de guía. Atravesaron montes sombríos entre zarzas, bejucos y obstinadas enredaderas. Los inquilinos del bosque, por el crujir de las hojas y ramas secas, acallaron sus mil voces. La gran orquesta natural mantenía un solo de instrumento, el acompasado toc toc toc de pájaro carpintero golpeando en el interior de los oídos, pero sin que ninguno de los hombres supiera el sitio exacto donde el ave rasgaba el silencio.

Encontraron plátanos silvestres, delicia para el paladar: repletos de rocío y exhibiendo el amarillo intenso de la perfecta maduración, pero del palo... nada.

_Tiene que aparecer -vocifera Tomás.

Sus compañeros le compelían al regreso. A partir de donde habían llegado el monte comenzaba a tejer infranqueable muralla de arbustos entre los árboles, que no permitía a los rayos de luz tocar la tierra.

Tomasito presidía la fatigosa marcha. Salvó el obstáculo que ofrecía una puertecita de piedras y ramas, y escrutó la oscuridad, a pesar de que las manecillas indicaban ya las diez de la mañana.

Las telarañas vistas contra el fondo blanco de uno y otros pedazos de cielo, mostraban el sello especial y garantía de que este umbral nadie lo había traspasado durante bastante tiempo. Alrededor, la competencia entre árboles pequeños y grandes para ser los primeros, de copas altas, en recoger a plenitud el baño solar, vital como el aire para los de carne y huesos.

Esta otra vida del hombre brotaba y se aferraba a la madre bondadosa que aquí o acullá regala  y al final exige, como tributo, el sudor de la frente; y deja huellas a la para de compensaciones. 

Tomás poseía la dicha de llenar sus pulmones con aire puro; por sus venas corría sangre. El don divino de la abstracción lo separaba del mundo vegetal, de los árboles condenados a vivir sin la dote del pensamiento, lenguaje o traslación.

Sí que era el verdadero Rey. Al gigante verde no lo salvarían sus toneladas de peso inerte ni el cómplice azote de los bichos, ni la caricia desgarradora de las espinas. Vino para llevárselo y convertirlo en sostén de puertas y ventanas junto al acero y el cemento, esto último como lo único comparable a su personalidad.

El instinto de rastreador dirigía cada paso suyo y ese intercambio de sonidos y olores entre él y la naturaleza virgen del Escambray, quedó suspendido. En la semioscuridad divisó la mole cubierta por la hojarasca.

        _Roberto... Enrique... ¡carajo! Esto sí que es un cedro de verdad, lo que yo quiero.

Corrieron todos para acortar la poca distancia y los brazos extendidos de ellos no alcanzaban para abarcarlo en su circunferencia. Esta última -más allá del tronco- sobrepasaba las 100 pulgadas. El cañón -longitud entre la superficie del suelo y el comienzo del follaje- medía 12 metros.

Roberto, como este ejemplar, no había visto igual; y se apresuró a recomendar:

_Tomasito, el día 27, que es menguante, vamos a venir para tumbarlo. Hablaremos con Federico para sacarlo en pedazos, aunque está muy difícil poder entrar con bueyes a este infierno.

 

 

 

 A las siete de la mañana del día 27 de abril de 1990, frente al gigantesco cedro, cuatro diminutas figuras: Roberto, Tano, Tomás y el hijo de este último, Frank, se disponían a derribarlo. Avituallamientos: café, tabaco, plátanos y agua; además, un hacha, dos **yales y cable suficiente.

La exigua expedición había comenzado el ascenso de la loma tumbando copeyes y magueyes. El chichicate hizo de las suyas y en los primeros momentos les resultó angustioso encontrar el sitio donde anteriormente hallaron el palo.

Tano -experto hachero- encontró el coloso vegetal y terminó felizmente la breve contingencia. De inmediato el peligroso medio de trabajo era una prolongación de sus brazos y lanzó el primer tajo. La rolliza corteza saltó y no descargó el siguiente golpe.

Escuchó un grito lejano, salido desde dentro y sin duda audible para ellos, que se miraron extrañados. Pasaron 60 segundos angustiosos y vino a borrar la tensión el canto onomatopéyico del tocororo. El primero en decir algo fue Frank:

_Yo no creo en el más allá, pero oí clarito un ay de dolor...

Roberto, a dos metros del árbol, y Tano con el hacha en ristre, permanecían conteniendo la respiración; experimentaron la misma sensación de haber percibido sonido semejante, quizás explicable  dentro del campo de la imaginación. Tomás rompió el impás, abruptamente:

_¡Lo único que falta!!!, que este cedro esté llorando. Tano, métele mano, que si de ruidos se trata vamos a ver al Diablo bajar del cielo con su séquito de demonios.

_Sí, sí -tartamudeó el hachero-, donde hay hombres no hay fantasmas.

Y el hacha se levantó. El choque filoso del acero una y otra vez, y las astillas volando por los aires continuamente, apagaron para siempre aquel quejido que creyeron escuchar.

Lo derribó. A un tiempo abriéronse mil puertas de castillos medievales. Corrió de loma en loma el chirriar de goznes oxidados. El árbol cubrió 3 ó 4 cordeles  con su descomunal regazo.

      Huyeron en estampida las jutías, los majases de que habla Enrique y los ***arrieros; primeramente, no se veía el sol y de súbito apareció el día. Bejucos de parra entre 50 y 60 años yacían enroscados caprichosamente al tallo, envuelto además por curujeyes y finísimas plantas trepadoras. Los ****camaleones escaparon sobre estela multicolor.

Los hombres movíanse. Tomás sujetó una de las yales a otro árbol y a punto estuvo de arrancarlo de raíz  para lograr virar el enorme cedro, cuyo peso oscilaba en las tres toneladas y media. La euforia contribuía a olvidar el cansancio y contrarrestar el tenaz castigo de la manigua. El sol escalaba la cuesta del mediodía. Se imponía volver en otra ocasión. Fue entonces que decidieron ir saliendo de la floresta, en fila india.

 Frank, cual caballero de la triste figura, hacía las veces de Benjamín. No se adecuaba el físico a estos trajines y suplía la falta con enorme dosis de entusiasmo, lo que integraba a su carácter campechano y la admiración hacia el padre. Maldecía la hora en que Tomasito decidió enrolarlo en tan loca aventura y, casi berreando, se enredaba en la bejuquera, subía un metro y resbalaba tres.

Las cotorras, con algarabía, no ocultaban el alborozo; en bandadas describieron constantes evoluciones sobre las cabezas de los hombres que abandonaban estos predios. Con este preludio, desde el 18 de mayo hasta el 28 de julio de 1990, transcurrieron 38 jornadas muy fuertes. Enrique Chávez calculó al principio que el trabajo duraría algunos días, pero la realidad resultó otra bien distinta.

 

 

 

El esfuerzo no fue en vano. Cada penuria recibió recompensa. Del diario que llevó Tomasito extraemos varios fragmentos:

Mayo 18: Empezamos. Fue Roberto con Berto y estaba flojo por un aguardientazo. Hicieron cuatro metros de camino, hasta las doce del día.

Mayo 27: Fui con Chiro, mi primo. Adelantamos dos cordeles, desde la dichosa piedra resbaladiza hasta cerca de la *****jocuma, donde no sabíamos cómo continuar por lo intrincado de la loma. Con naranjas y croquetas aguantamos hasta las dos de la tarde. En estos primeros días hubo cinco kilómetros de baja y sube lomas.

Junio 12: Con Berto y Frank. Le dimos un poco de ancho al camino, pero luego de hablar con el bueyero Federico, éste me espetó que era preciso darle dos y medio metros de ancho. ¡Vaya, del carajo!

Junio 16: Estuve con Roberto y empezamos el tramo a pico y guataca sobre el monte. Aquí, en una ocasión que retiraba la barreta, cogí a Roberto por la cabeza y llegué a creer que lo había matado. Estaba empapado en sangre, perdió el conocimiento, yo no sabía qué hacer; cuando recobró el sentido me lo llevé y hubo que darle siete puntos sobre la herida.

        Junio 17: Solo una vez más, pero en esta ocasión trabajé apendeja’o. El escenario era de veras grimoso. Yo, en aquel paraje distante. Llegué a pensar la idea de abandonar mi propósito. Hice un cordel de camino, muy difícil y empinado. Resistí hasta la una de la tarde y luego me perdí de allí lo más rápido que pude.

Junio 20: Con Frank logré hacer la nueva vereda hasta el palo, con el fin de variar el camino en los paredones. Si uno de los troncos rodaba al barranco, donde las palmas se veían chiquiticas allá abajo, no iba quedar nada de la yunta y muchos menos de Federico, si se enredaba de alguna forma. Madrugada en Cumanayagua y diez kilómetros a pie. Sólo llevamos agua.

Junio 22: Pude ver a Federico, quien haciendo gala del nombre que le puso su madre, me dijo: “Vi el camino, pero en la loma está estrecho...” Tuve que ir de nuevo a rectificar sobre el terreno. ¡Le ronca este bueyero!

Junio 26: Una semana después de los carnavales en Cumanayagua Federico fue y pudo sacar los palos hasta el tope, ya que intentó con uno de los trozos llegar hasta más allá de la jocuma y no cabían los bueyes. Me exigió que tenía que volver a darle ancho al camino. ¡De ampanga!

Julio 8: Berto y yo ******beteamos dos cordeles. Otra madrugada, diez kilómetros cara a cara hombres y cedro.

Julio 26: Frank y yo solitos, en este día de homenaje y fiesta. Dos cordeles, madrugada y también sin agua. Tuvimos que caminar como loco.

Julio 28: ¡Gran productividad! Las tres de la tarde y seis cordeles. Dejamos los palos al final del camino. Fue preciso traer las yales, cables, guantes, etc. Hasta allí hubo que atravesar cuatro kilómetros de monte y bordeando farallones. La tarea quedaba cumplida en lo fundamental.

 

 

 

 

       Aún no termina esta historia. Estuvieron listas las *******guías el 15 de enero de 1991, pero restaba por acondicionar el camino en Loma del Sirio. De nuevo a la carga Roberto y Tomás: piedras, zanjas y siete kilómetros cuesta arriba.

Se requería de los bueyes y Federico, esta vez, no quería llevar a cabo el trabajo. Una tormenta eléctrica lo castigó fuertemente en el último punto de traslado de los bolos y cayó en un estado de desánimo...

Le resultó preciso a Tomás incorporarse a recoger café en su finca durante tres días, con el propósito de obligar moralmente al bueyero para que le ayudara el 18 de febrero, cuando ya el día 20 vencían las guías.

       Alguien lo dijo: la vida es un problema y la muerte ya no lo es. Quizás esta disyuntiva mantuviera firme a Tomás, porque se veía a merced de la cizaña de algunos malintencionados que aseguraban perdería los trozos de cedro.

       Cada guía admitía la autorización máxima de 250 pies y el palo, en su conjunto, aportaba 1 200 pies. Estas penas, juntas, las disiparon “Cuqui”, Luis Pérez y el presidente de la CPA de San Narciso.

Por fin, el 19 de febrero, el camión ZIL soviético partió con la valiosa carga. Quedó atrás la pesadilla. Entre el 20 de febrero y el 20 de abril permanecieron en el aserrío de Cumanayagua.

En esta última fecha Roberto, Federico, Tomás y Frank asistieron al día final de la anécdota, la que sí les aseguro resultó inolvidable para sus protagonistas. El corpulento árbol arrancado del corazón del Escambray, hecho tablones, descansaba tiempo después sobre la cama de otro camión.

Ahora el exquisito aroma de la madera cepillada da aires de templo asirio al hogar de Tomás, en construcción desde hace una década. La amplia y ventilada vivienda de Paseo de Martí No. 102, despierta la admiración de todo el que pasa.

En el interior del inmueble el gran protagonista celebra el triunfo. Freddy, Frank y Alexei -los tres hijos- han venido para reconocer que este hombre venció sobre las dificultades y lo irrealizable.

 

                                                            VOCABULARIO.

 

 *Término de Cumanayagua en los límites de Cienfuegos con la hermana provincia de Villa Clara.

 

**Cadena que se sujeta al objeto por mover y a otro punto fijo. Luego hacia este último la recoge una palanca.

   

***Ave endémica cubana. Los campesinos aseguran que el Arriero da la hora.

 

****Lagartos del monte que cambian de color para poder capturar mejor a sus presas o escapar de sus depredadores.

 

*****Arbolito del monte con nombre aborigen.

 

******De beta, arrastrar por medio de cadenas y una palanca o yale.

 

*******Documento indispensable para el traslado de madera  desde los bosques hasta los aserríos.

1 comentario

Herminio González -

Como siempre, muy buen trabajo, leo tu Blog cada vez que puedo, adelante Octavio que tu lo haces bien.

HGR