MATÉ 32 DE UN TIRO...
Al rey de los mentirosos lo conocí en la ruta de ómnibus Cumanayagua-Cienfuegos. Este trayecto relativamente corto de una hora, es para dejar atrás 27 ó 30 kilómetros desde la localidad escambradeña hasta la joven capital provincial, y entre las más de 100 curvas que debe sortear el chofer siempre vale la pena promover algún tema de conversación.
Un día de sol de 1975 abordamos el ómnibus en la terminal cumanayagüense y cuando arribó a la primera P de Monasterio, para recoger allí a cinco pasajeros más, noté que delante de mí iba un hombre de tierra adentro, tocado de guayabera y sombrero de yarey.
Conversaba con una mujer y ya varias personas seguían el desenvolvimiento de sus relatos y anécdotas. Por lo general de los demás se aprende algo nuevo y la curiosidad me llevó a no perder detalle de lo que relataba. Como, de hecho, estaba sumado al pequeño auditorio que le escuchaba sin chistar, dirigió hacia mí una mirada en busca de aprobación; así que comenzó a relatar hechos verdaderamente extraordinarios.
_El que quiera creerlo que lo crea -afirmó-, pero me han pasa’o cosas que hasta yo mismo pienso que nadie las va a creer.
Con estas palabras el silencio era casi total en la guagua. Seguiría muy atento lo que refería.
_Lo mejor para cazar jutías lo sé yo -prosiguió-, pues como ellas viven en los farallones, usted echa talco en la salida de la cueva y cuando salen empiezan a estornudar y toser, a darse golpes con las piedras. Se quedan atolondradas y uno las coge facilito.
Todos soltamos la carcajada estrepitosamente y él cortó ese entusiasmo con una advertencia.
_¡A ver...! ¿qué se atreva uno a decir que yo soy un mentiroso?
En esta parte de la charla tomé la palabra.
_¡Hombre, no se ponga así! Nos reíamos por la manera tan singular de cazar jutías, pero nada más, todos tenemos derecho a ver las cosas del color que queramos y hay que respetarnos.
El desconocido asintió y se dispuso a contar otra anécdota increíble, algo que nadie es capaz de imaginar. Dirigiéndose a mí lanzó esta segunda “guayaba”.
_Miren, yo un día maté con una escopeta de cartuchos 32 guineos de un tiro...
Hubo de inmediato un intercambio de expresiones, pero nadie lanzó la risotada, porque ya se pensaba que aquel hombre había acabado de salir de un hospital de dementes. No obstante, alguien, muy atrevido, interrogó:
_Y... ¿cómo es posible matar 32 guineos de un tiro?
_¡Muy fácil!, estaban juntiquitos, fue una casualidad, como si cada perdigón se hubiera encargado de la cabeza de un guineo -explicó él con mucha seguridad en sus palabras.
En medio de interrogante y respuesta, yo pensaba velozmente. Era preciso descalabrar al mentiroso y hacerlo caer en su propia trampa. Comencé entonces a relatar el suceso que jamás haya escuchado nadie:
_Bueno, como bien usted ha dicho, le ocurren a uno cada cosas... que luego a la gente le resulta difícil creerlas.
Conocidos y no conocidos desviaron la atención hacia mí, incluyendo al “Tío cuenta cuentos”.
_Soy cazador de venados -dije. Me fui completamente solo al Escambray y ese día estaba lluvioso. La neblina no permitía ver más allá de dos metros. Solté los cuatro perros que llevaba y esperé emboscado el paso del animal cuando viniera de vuelta. El ladrido de los venaderos casi no se escuchaba. Reviso la escopeta y descubro, con sorpresa, que quedaba un solo cartucho y mojado, los demás se perdieron en el monte, pues yo estaba empapado. Así y todo mantenía las esperanzas y entonces sentí que cierto objeto pinchaba mi pierna desde el bolsillo del pantalón. Metí la mano y era un clavo de doce pulgadas. En ese momento escuché los ladridos muy cerca y me da la idea, yo no sé por qué, de meterle el clavo a la escopeta por el cañón hacia adentro. Cavilaba: si esto dispara mato al venado, segurito que lo mato. Pasaron dos minutos más y agucé la vista lo más que pude. Venía a una velocidad de por lo menos 120 kilómetros por hora, pero así y todo le apunté bien a la cabeza y disparé. La estampida, que todavía debe estarse escuchando, fue ensordecedora y como en ese instante el venado pasaba muy pegadito a la palma de enfrente, lo dejé clavado por el rabo. Cuando vi al animal batallando, prisionero al tronco de nuestro árbol nacional, cogí un bate número veintiséis que encontré cerca y fui hasta allí y lo maté a batazos...
La carcajada unánime que siguió fue estrepitosa. El hombre me miró estupefacto y resultó ser el único de los pasajeros que no esbozó ni la más leve sonrisa. Yo aproveché ese momento y repetí:
_¡A ver!, ¿quién se atreve a decir que yo soy un mentiroso?
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