La crónica perdida de 1848
En 1848 una vereda estrecha, en medio del bosque cerrado, era lo que unía el caserío de Cumanayagua con la ya fundada desde 1819 colonia Fernandina de Jagua, a la que diez años después con el título de Villa empezó a denominarse por el primer apellido de quien fuera Capitán General español en la Isla, José Cienfuegos Jovellanos.
La muerte adquiría la categoría de “acontecimiento” o “suceso”, sólo para las personas cercanas del fallecido, cuando la vida de los primeros colonos, en los terrenos de los alrededores del Arimao y el Hanabanilla, tornábase pobre y monótona.
Las primeras viviendas fueron en extremo modestas, cobijadas con hojas de palma, al estilo de antiguos bohíos de los siboneyes.
Si alguien de Cienfuegos requería ir hasta Sancti Spíritus, mejor lo hacía por San Fernando de Camarones, pues aunque la ruta resultaba más larga, se llevaba a cabo por el camino que, en nada, podía compararse con la vereda mencionada.
La Diputación Patriótica, asociación organizada desde algún tiempo en la villa de Cienfuegos, con el fin de velar por los intereses locales, con fecha 20 de enero de 1846, pidió a las autoridades que, usando el trabajo de los presos, se arreglara un poco el camino de Cumanayagua.
Por ello los arrieros empezaron a utilizar tal vía de comunicación y pernoctar en la casa que, con ese fin, abrió Domingo Freire, propietario de la tienda de víveres, donde hasta no hace tantos años estuvo la administración de Correos de nuestra amada localidad.
Los cumanayagüenses de aquel tiempo distante, se alegraron de que los arrieros, después de cubrir largas distancias, visitasen el pueblito en medio de su objetivo de llegar hasta Sancti Spíritus.
LUIS Y ROSA EN EL “FIN DEL MUNDO”…
Por esta época y momento, cuenta la vieja crónica que se quedó perdida en el año 1848, que el matrimonio recién casado en Islas Canarias: Luis Suárez y Rosa García, al tener noticias de que las autoridades españolas deseaban atraer colonos a Cienfuegos, vino a Cuba para comprar un pedazo de tierra en esta parte de nuestra Isla Grande.
Luego de arribar a Cienfuegos, comprobó Luis Suárez que los primeros terrenos dados por Don Luis D’Clouet Pietre, habían pasado a terceras manos y que por poseer poco dinero, no alcanzaba a pagar el precio que ahora se pedía.
Es ahí que el isleño se entera que en Cumanayagua podría hallar terreno barato. Encontró que en el lado sur del río Arimao, donde éste se une con el Hanabanilla, por $50.00, le vendían dos caballerías.
Compró allí, fabricó modesta casita y para pasar sobre el cristalino Hanabanilla puso sobre las piedras un madero; así dio origen al nombre de su finca: El Tablón.
Suárez tuvo que trabajar duro en el primer año: talar el exuberante bosque, sembrar y criar animales. Se lo veía sudoroso desde el amanecer hasta la caída del sol, laborando en la propiedad todo lo que podía.
Domingo Freire le abrió crédito en su tienda, para que pagara cuando la tierra le ofreciera frutos. Luis y Rosa no se confiaban, pues adquirían solamente lo necesario, lo imprescindible y cuando tuvieron animales suficientes, no le compraron más al taimado bodeguero.
Rosa García era mujer fuerte y trabajadora, pues después de los quehaceres del hogar, se iba a las siembras para ayudar a Luis en lo que fuera, en las agotadoras faenas de limpia de los frijoles o el acopio del maíz.
A veces los arrieros, al pasar por la orilla del Arimao, los avistaban a ellos cultivando incansablemente y con asombro lo contaban de diferentes formas en las improvisadas tertulias nocturnas del pueblo.
A los tres años de estar en su finca El Tablón, el matrimonio poseía frutos en abundancia, muchas aves de corral y de igual forma puercos, vacas y otros animales. Luis Suárez y Rosa García eran felices. Se querían mutuamente y disfrutaban como sus propiedades, año por año, crecían gracias a las economías y el trabajo honesto de los dos.
Aquí Rosa tiene el primer y único hijo. Debido a los cuidados del pequeño, ya no puede ayudar al esposo en las interminables jornadas del campo. Pasó el tiempo y José contaba ocho años.
La finca El Tablón se había ampliado a cuatro caballerías, pues Luis en el fondo de la propiedad compró otras dos, las cuales dedicó a pastos para los vacunos. Con la excepción de Freire, él había llegado a ser el hombre más rico de Cumanayagua.
Los vecinos, porque conocían de sus esfuerzos, los apreciaban en demasía, razón por la cual a cuanto guateque que hubiera los mandaban a buscar como “invitados de honor”.
La vida del vecindario ya no resultaba tan monótona, pues con el cruce de arrias que iban de Cienfuegos a Sancti Spíritus, se había progresado.
José Grillo, mulato que tocaba excelentemente bien la guitarra e improvisaba, se convirtió en el más esperado entre los hombres de a caballo y mulos, que pernoctaban en la casa de Freire.
Al correr la noticia de que el arriero guitarrista se hallaba en el pueblo, casi todos los cumanayagüenses iban hasta el hospedaje, para oírlo tocar e improvisar décimas.
VIVIR O MORIR, ESA ERA LA CUESTIÓN…
Una de aquellas tardes, cuando Cumanayagua empezaba a ser lugar próspero, Luis Suárez puso todos los animales en sitios seguros, pues el cielo estaba oscuro y el presagio de lluvia era inminente.
Quitó del Hanabanilla el tablón, para que de llover como esperaba la fuerza de la corriente líquida, al crecer, no le llevara tan improvisado puente, como en otras ocasiones.
Al instante de llegar a su casa empieza la lluvia muy fuerte y no tardó en caer la noche, que sólo dejaba ver los inmensos bosques cuando algún que otro relámpago de súbito iluminaba el paisaje.
Rosa, con temor, cerró todas las puertas de la casa y puso al pequeño José entre sus piernas, al tiempo que se sentó cerca del esposo, mientras afuera tronaba y llovía a cántaros.
Pasó la tormentosa noche. Alrededor de los diez de la mañana del día siguiente un campesino montado sobre hermoso caballo, cruzaba el Hanabanilla, pues había quedado con Luis Suárez en ir a ver una yunta de bueyes para comprarla.
Llegó hasta la modesta vivienda. Por curiosidad se acercó a la ventana que daba al comedor y por el huequito de la pared miró, observando que Luis, Rosa y el pequeño José, estaban tendidos sobre el suelo, como si estuvieran muertos.
Marcos Pérez, que así se llamaba el campesino, montó de nuevo en su jamelgo, para correr hasta el caserío y avisar a la gente de la tienda, acerca de que algo anormal había ocurrido en la finca El Tablón.
La noticia hizo que todo el vecindario se movilizara. Forzaron la puerta y en el comedor de la casa, al lado de rústico banco, yacían los cadáveres de Luis, Rosa y José. Habían muerto fulminados por una gran chispa eléctrica la noche anterior.
Los tres cadáveres, luego del postrer homenaje de los vecinos todos, fueron enterrados en el pequeño cementerio, el primero de tres que ha tenido Cumanayagua, ubicado donde hace años, en el antiguo Prado, estuvo el busto de José Martí.
Mientras esto ocurría el Domingo Freire viajó hasta Cienfuegos, para contactar con Manuel Ribeiro, Síndico Procurador General, amigo suyo, con el fin de persuadirlo sobre cómo podría hacerse de las propiedades de Luis Suárez.
Ocurre que sobre la base de supuesta deuda de Luis con Freire por el monto de $800.00, es que entre él y Ribeiro se reparten la finca El Tablón y los animales, dejados por los infelices isleños que a Cuba arribaron en la búsqueda de prosperidad y en este pedazo de Cumanayagua, ahorraron y trabajaron sin descanso.
EPÍLOGO
¿Fue esta realmente la causa de la muerte? Creo que el móvil verdadero hay que buscarlo y encontrarlo en los progresos de Luis Suárez y Rosa García.
Resulta probable que Domingo Freire, con la complicidad de Manuel Ribeiro y el tal Marcos Pérez, haya fraguado el plan para no dejar testigos ni herederos y de esa manera agenciarse los bienes que había logrado la familia de canarios.
Téngase en cuenta que no existía el análisis forense ni nada por el estilo. Si el más poderoso del vecindario decía que a los tres los mató un rayo, nada tenía que agregarse; aquellas familias lo daban por cierto.
Esto es lo que podemos intuir, sobre la crónica perdida de 1848, cuando mi pueblo no tenía memoria y la muerte no era más que un sueño.
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anne liz -