EL HOMBRE Y EL PÁJARO MARAVILLOSO
Antes se contaban más relatos fantásticos que ahora, cuando la ciencia se abre paso definitivamente y no hay cabida en la imaginación para luces misteriosas o aparecidos. No quiere decir esto que la fantasía haya muerto, sólo se ha despojado del misticismo y juega su verdadero papel recreando la realidad que vivimos, haciendo más linda la vida.
Lo que me dispongo a contar es una historia adormecida por el tiempo, patrimonio de la imaginación de los hombres más viejos de la cordillera. En raras ocasiones se cuenta en círculos muy reducidos, porque enmudecieron para siempre los espíritus del monte y no se los oye venir de boca en boca.
Emeterio no fue un guajiro como todos. Haciendo economías y trabajando fuerte la tierra se convirtió en la excepción del colono. La esposa luchó a su lado, le dio muchos hijos y llegó a poseer el dinero suficiente para comprar aquí y allá pedazos del Escambray.
Quizás esta circunstancia envaneció su personalidad y admiraba como nadie lo propio. Cada vez que el trabajo lo permitía realizaba grandes recorridos, comprobando cada conocimiento sacado de los libros de zoología. Sabía sobre animales y plantas, y se regodeaba satisfecho por ser el dueño.
El sentido de propiedad sobre aquello que le rodeaba constituía la máxima realización, cuando aconteció un suceso concluyente sin explicación lógica que lo marcó para toda la vida. A nadie como a él le agradaba la caza del venado.
Un día del que no se recuerda fecha exacta, partió del hogar espacioso y cómodo, con la seguridad de que traería una buena pieza. Llevaba excelentes perros venaderos que, a poco de partir, encontraron un rastro y se perdieron en la bejuquera como alma que lleva el Diablo.
Continuó el paso firme con la vieja escopeta al hombro y preparados los cartuchos de un solo balín. Caminó y caminó, y por esta vez presintió que los perros jamás volverían a la casa, por haberse obstinado tanto en la persecución. Los ladridos escuchábanse lejos, apagados, debajo de la inmensa madeja vegetal. Llegó el momento de reponer fuerzas perdidas en la marcha forzada y escogió un viejo tronco para sentarse. Estuvo quieto, inmerso en la elaboración de un “soruyo”. En este silencio olvidó los ladridos quejosos de los canes y empezó a advertir el entorno. Un carpinterito, como acróbata, de rama en rama picoteaba entre la corteza del ateje, ajeno a la presencia del hombre en el corazón del bosque. Emeterio cruzó la mirada con la del lagarto que le mostraba su pañuelo encendido en señal de advertencia. Una mariposa camuflajeada de amarillo y negro lo distrajo en singular vuelo, dando saltos sin ruido y de flor en flor.
Muy próximo, a menos de dos metros, presenció el drama del mosquito atrapado en las redes de una araña. Esta lo envolvía cuidadosamente, sin importarle los movimientos desesperados de la pequeña víctima. Hasta un majá de Santa María reparó en el dueño de aquellas tierras. El reptil, maléficamente y a intervalos, enseñaba su lengua bífida; parecía que más bien quería decirle: “no te engullo porque eres demasiado grande para mí...”
El guajiro rico estaba absorto cuando apreció algo nunca visto. En la rama más baja del ateje se había posado un enorme pájaro que, por el tamaño, podía compararse con el pavo real. El ave desconocida no lo perdía de vista y el hombre se incorporó para apreciar mejor aquellas plumas y todos los colores conocidos. Imaginó que se trataría de un gigantesco guacamayo, considerado extinguido o el antepasado lejano de las cotorras actuales. No salía del asombro cuando la prodigiosa ave empezó a cantar con trinos melodiosos. Admiró que pudiera reunir cualidades tan opuestas: canto refinado y belleza del plumaje.
Caminó varios pasos hacia el pájaro maravilloso y lo contempló más de cerca. Quizás aquí cobró fuerza en su mente la idea de poseerlo para mostrarlo a los demás, porque nadie le iba a creer aquella historia. Con ese plan dio otros pasos y el ave suspendió su canto, voló suavemente hasta la rama cercana. La siguió casi a punto de llorar como un niño y se detuvo para que no escapara, justo con el límite que había franqueado anteriormente.
Apacible y bondadosamente el pájaro no perdía uno solo de sus movimientos. El hombre, con su mirada, le suplicaba que era preciso tenerlo, que fuera sólo suyo. La extraordinaria criatura del aire no se movía del lugar, a pesar de que ya no cantaba.
Fue entonces que quiso poseerla a toda costa y cambió uno de los cartuchos por otro. Esa operación la ejecutó automáticamente y con rapidez, para desfachatadamente, apuntar al pecho del hermoso ejemplar. Logró serenarse, tomar el tiempo requerido para no fallar, contuvo la respiración y apretó el gatillo.
La explosión a través del cañón de la escopeta desató un griterío ensordecedor entre los habitantes de la espesura y justo donde antes estaba el pájaro el violento impacto de las municiones formó en el espacio un esqueleto humano, visible ante el cazador por varios segundos.
El miedo, en todas sus facetas, como no lo había conocido, se apoderó del guajiro. Tiró la escopeta y luego de ver que ya el pájaro no existía, emprendió una carrera desenfrenada en busca de la protección de su casa. La imaginación le hacía sentir que algo volaba detrás de él, muy cerca, casi tocándole la espalda. Mientras más corría más quería correr y así, por fin llegó al hogar seguro, donde salieron a recibirlo tres de sus hijos.
No podía pronunciar palabra y después de tomar una taza de café fuerte, refirió este relato, escuchado atentamente sin interrumpirlo. Al final el hijo mayor habló:
_Viejo, dígame dónde fue que encontró ese pájaro...
_En la mata de ateje, ahí, casi en el tope de la loma.
No esperó más el muchacho. Nunca creyó en nada sobrenatural y buscó el ateje. Vio el tronco donde antes se había sentado su padre y guió varios de sus pasos por la descripción anterior. Delante, allí, la vieja escopeta. Fue a recogerla y a pocos centímetros encontró una pluma enorme, con todos los colores del arco iris...
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